21 de marzo de 2012

OLOR A BARRO

Hubo una época en la que se jugaba al fútbol sobre tierra. Nuestra memoria, breve y caprichosa para lo que queremos –más bien con lo que despreciamos-, quiere desligar ese pavimento del fútbol, cuando en realidad barro y balón son amigos inmemoriales.
Era otro fútbol. Hoy en día el caucho ha sustituido al polvo, y la milimétrica hierba artificial a los tremendos cantos que minaban los antiguos campos. A los niños ya no les desinfectan sus rodillas ensangrentadas por la abrasadora tierra, los porteros van al suelo sin miedo, y los entrenadores permiten a sus defensas sacar el balón jugado desde atrás.
Hemos ganado con el cambio, sí. El fútbol evoluciona, también. Pero la nostalgia por aquellos terrenos de juego aparece en mí cada vez que cruzo el puente de la carretera Madrid (en la entrada

a Valladolid). Debajo de éste, además de unas chabolas, se ubican los vetustos campos del Villa Ángeles (antiguo y mítico club pucelano).
Lo que otrora fue la cuna futbolística de grandes jugadores, testigo inamovible de miles de partidos de fútbol base, hoy no es más que un enorme y triste descampado dónde los perros campan y cagan a sus anchas. Allí sólo quedan algunas porterías oxidadas, toneladas de malas hierbas, y un grupo perenne de latinos jugando al beisbol. Ni rastro de fútbol, ya sólo permanece el recuerdo e historias y hazañas legendarias vividas en ese terreno, a los pies del barrio de Las Delicias.

Es la evolución, el tiempo devora todo aquello que ya no sirve. Se estandarizó la hierba artificial, y con ella murieron los campos de tierra. Los de césped natural agonizan, y eso es todavía más preocupante. El cuidado del verde, caro y laborioso, parece ser una rémora muy importante para combatir con el sintético. Una pena.
En cualquier caso me resisto a olvidar todas las patadas y batallas libradas sobre el barro. Pero sobretodo permanecen en mi memoria las sensaciones, como la que experimentaba cada vez que jugábamos bajo la lluvia. Hoy en día, un partido sobre el caucho mojado es insípido, éste apenas mancha, y no huele a nada. Muy diferente al barro o la hierba. Todavía recuerdo los grandes días de lluvia y fútbol, de jugar y entrenar entre el lodo, de caer y levantarme con dos kilos extra en cada bota, de cabecear el balón y oler el barro.
Hoy quiero homenajear a esos campos que modelaron, maduraron y vigorizaron a grandes futbolistas, pues el fútbol creció bajo el abrigo de campos de arcilla y barro, pintados con curvilíneas rayas de cal y en ocasiones trufados de cardos y piedras,  que convertían el bote del esférico en una suerte tremendamente complicada de dominar.

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