18 de junio de 2012

EL PUCELA Y SU DISCURSO DE PRIMERA (I): LOS ANTECEDENTES


Alen Peternac

Zorrilla volvió a vibrar la noche del sábado. Sus vetustos cimientos no conocían tanto ajetreo desde tiempos inmemoriales, cuando aquel europucela de Alen Peternac, de alegría efímera –como un cubata en manos de aquel “9” de carrera fulgurante-, se partía el cobre con los gallitos de España. Desde entonces, sopor y pequeños impases a la monotonía que ha preponderado en el José Zorrilla en los último 15 años. Con un club asentado en la clase media de 1ª División, abocado a un papel de mera comparsa que terminaba por aburrir a la nunca animosa afición pucelana. Esa dinámica pesimista, aburrida y pecaminosa en lo económico terminó por hundir a un club que no valoró lo que tenía cuando caminaba tranquilo por 1ª División.
Tuvo que llegar el infierno de Segunda y, sobretodo, la llegada de Mendilíbar para volver a abrir los ojos de los aficionados blanquivioletas. ¡Qué bien se estaba en Primera! El técnico vasco cocinó un equipo de 86 puntos. Ascenso en abril, y fiesta. Pero eso fue hace ya más de de 5 años.
Caras largas en el día de la despedida de Mendilibar
Aquel equipo de Mendi tuvo otro año y medio fantástico.  Fútbol de presión y ejecución, valiente en su dogma, eléctrico en su práctica. De repente, un tipo venido del norte, sin apenas experiencia en la élite, había puesto Valladolid patas arriba, y su equipo transitó de forma brillante en el retorno a la categoría de oro del fútbol nacional. Al año siguiente la dinámica se prolongó, pero el ambiente se enrareció de forma incomprensible. Los fichajes nuevos no terminaban de cuajar, y la vieja guardia de Mendi no conseguía reconducir la situación. A mitad de temporada, y con el equipo fuera de puestos de descenso, el ‘técnico milagro’ se vio de patitas en la calle. Sus sucesores en el cargo, Onésimo y Clemente, fueron incapaces de salvar la nave y el Valladolid dio, de nuevo, con sus huesos en Segunda.


Antonio Gómez en el Zorrilla
Una situación ya conocida, pero igual de amarga que la del anterior descenso. Gradas vacías. Horarios aciagos. Rivales desapacibles… Aburrimiento en grandes dosis. Ante este árido paisaje, sólo una gestión atractiva y un proyecto ilusionante serían capaces de reflotar la nave pucelana. Se confió en un tipo joven, Antonio Gómez, que recaló en Valladolid atendiendo a razones y méritos desconocidos todavía a día de hoy. Sin embargo, desde el principio se mostró serio, metódico y tremendamente trabajador. Suficiente. Parecía que la decisión de la cúpula blanquivioleta había sido la idónea. La pena era que los resultados no acompañaban las buenas impresiones; el equipo jugaba, por momentos hasta bien, pero no mataba los partidos. Y Antonio Gómez pagó caro el peaje, como siempre sucede con los entrenadores, máximos culpables de la falta de puntería de sus jugadores. El manchego se fue por dónde vino, y vino su antítesis precisamente. Abel Resino, experto en no sé qué leches en el mundo de los banquillos. Su llegada trajo consigo una racha fatídica de 8 partidos perdidos. Se cuestionó su continuidad –con AG se tardó menos-, y el equipo milagrosamente tiró hacía arriba. Remontada meteórica y al play off. El juego, siempre el juego, acabó condenando a los blanquivioletas, quienes vivieron y bebieron todo el año de los goles de Guerra. En el momento crucial no llegaron, y la falta de plan B, la ausencia de trabajo diario y la –como no- suerte esquiva fueron demasiado escollo para un equipo triste y ramplón. Algo debía cambiar.

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