Jugar en el equipo del colegio facilitaba situaciones impensables en clubs de barrio. Para empezar, la convivencia con mis compañeros de equipo era prácticamente continua, el día a día escolar aglutinaba horas de clase, de recreos, de excursiones, de gimnasia, de peleas, de risas, de llantos…, y de entrenamientos. Desde pequeños, a la edad de siete y ocho años, compartíamos equipo de fútbol federado. Pero ya nos conocíamos de mucho antes, casi antes de saber hablar ya éramos compañeros, casi antes de saber hablar ya dábamos patadas, y casi antes de saber hablar organizábamos (quién sabe cómo) nuestros juegos –minientrenamientos- en las horas libres de recreo y comedor.
Éramos autosuficientes, uno llevaba el balón y todo el mundo repentinamente quería ser su amigo. Era ésta una conducta típica, inherente a cada niño. Ser amigo de quién ponía el balón te garantizaba jugar, y ese era un premio innegociable. Nos importaba un bledo el resto, cada día nos despertábamos para ir al cole con la ilusión de vivir este momento, y nadie ni nada nos lo truncaría…
Volvemos a dónde estábamos. Tenemos ya al del balón, ese jugaba sí o sí. Era el amo de todos nosotros, si él se enfadaba se acababa la fiesta. Luego se daba una situación de tensión colectiva: el momento de la selección de los equipos. “Piedra, papel o tijera”, atinaban a decir dos chicos elegidos vox populi. Solía darse la coincidencia de que fueran los dos mejores, y debían conformar un equipo campeón. Algo muy parecido a las convocatorias de Del Bosque, pero en modo grotesco, pues de fondo se oían comentarios de todo tipo pero, por encima de todos, uno: “ese no que es un CHUPÓN”. Probablemente se trataba de una de las primeras palabras que aquellos renacuajos incorporábamos a nuestro lenguaje. No recuerdo el orden, pero “mama”, “papa”, “balón” y “chupón”, eso seguro.
Jugábamos muchos contra muchos, en campos impracticables nacidos de la improvisación, y con porterías marcadas en el suelo con pedruscos, basura o ropa. Crear el campo de juego nos llevaba mucho menos tiempo que la selección de jugadores, que prácticamente copaba veinte de los veinticinco minutos que teníamos para explayarnos. Por lo que sólo restaban cinco de juego real. De esos cinco intensos minutos, durante cuatro el esférico era domado por el CHUPÓN. Y el quinto minuto no existía porque el dueño del balón (recuerden, el amo) se rebotaba y marchaba a montar su fiesta a otra parte.
La película acababa mal día tras día. Todos rebotados con todos, atrincherándonos en nuestra sinrazón y con un objetivo común al que reprocharle su superioridad: al CHUPÓN. Irremediablemente era el blanco de nuestras iras, por privarnos de disfrutar nuestro mayor momento de felicidad del colegio. Aunque al día siguiente volveríamos con la misma ilusión a juntarnos al dueño del balón, a lapidar nuestro recreo en una selección terriblemente anárquica de lo equipos, y a fabricar un nuevo campo dónde jugar.
Sólo los entrenamientos con el equipo, en el que coincidía con muchos de los niños del recreo –entre ellos el chupón-, superaban el nivel de excitación y felicidad de los recreos. Por una sola razón: el entrenador acotaba la libertad del chupón. Diseñaba ejercicios para que la pelota fuese compartida, e instaba al susodicho a pasar a los compañeros. Todos sabíamos que, a la mañana siguiente, el recreo nos devolvería la cruda realidad. Pero no menos cierto es que la conducta de aquel niño con tendencia marginal junto al balón iba encauzándose. La doctrina de nuestro entrenador acabó amoldando su fútbol a los intereses colectivos, y todos nos beneficiamos de ello, tanto en el día a día como en los partidos de Liga. Con el paso de los años, ese “ser odiado” se había convertido en un “ser amado” por todos, pues su desequilibrio era puesto al servicio del grupo, y su fin último a la hora de driblar contrarios era soltar la pelota en la mayor de las ventajas posibles para el compañero. Una Bendición para cualquier equipo.
Hace un par de días, recién recibido el galardón de la Bota de oro, Leo Messi trataba de callar a las críticas que le acusan de individualista: “no soy un chupón”. Fue entonces cuando recordé aquellas batallitas de la infancia, y me imaginaba un colegio de Rosario dónde Leo, menudo y ligero, driblaba sin parar cuántos contrarios salían a su paso. Y se convertía, a buen seguro, en el objeto de ira de sus compañeros, a quiénes privaba de balón, porque sólo había uno y él lo quería más que nadie.